Los Redondos | El día que encendieron la luz

En abril del 2000 los Redondos llenaban dos veces el estadio de River en lo que empezó a ser la dramática despedida de la banda más grande de Argentina.

por Federico Anzardi para La Agenda Revista

Página/12 aseguraba que el fin estaba cerca. Decía: “La vida sin los Redondos no será igual”. Era enero de 2000 y la información comenzaba a circular como la peor de las noticias. ¿Patricio Rey tenías las horas contadas? Son todas macanas, contestaba la Negra Poli en Clarín unos días después. Desmentía el rumor y confirmaba otro: se venían shows en River.

El anuncio de los recitales del 15 y 16 de abril de 2000 en el Monumental provocó una nueva avalancha de polémica en los medios de comunicación, que para eso de discutir sobre la posible capacidad de la banda para desatar algún bardo eran mandados a hacer. Se llenaban páginas de diarios y revistas, se debatía en radio y televisión. Algunos colegas del gremio periodístico incluso se manejaban con la famosa máxima que dice que la verdad no tiene que impedir una buena nota.

“Yo he visto a Crónica TV provocar quilombos. En Olavarría los periodistas estaban en una puerta hablando y de repente decían ‘por allá va a salir el Indio’. Entonces se armaba una estampida y la filmaban. Nosotros en el hotel estábamos viendo la televisión. Decían ‘Incidentes en el recital de los Redondos’ y pasaba la gente corriendo (risas)”.

El que habla es Ricardo Cohen, Rocambole. El artista plástico encargado de todas las visuales de la banda. La anécdota es de 1997, cuando el intendente de Olavarría prohibió dos conciertos y motivó la única conferencia de prensa del grupo.

Sólo durante el año anterior a River la banda tuvo muchísima presión mediática por los incidentes ocurridos fuera del patinódromo de Mar del Plata, donde se presentó durante dos noches heladas del mes de junio. “No vamos a abundar en detalles pero sería hora, ya, de que aquellos que tienen que pensar en qué está pasando no tengan la facilidad de echarle la culpa a una banda de rock o a un equipo de fútbol de la violencia que hay. Cuídense, cuídense cuando salgan, ustedes son vidas jóvenes. Cuídense, por favor”, dijo el Indio Solari sobre el escenario.

La de Mar del Plata no había sido la primera vez que los Redondos eran señalados como provocadores de violencia y lavadores de manos seriales de todo lo que pasaba afuera de los estadios donde se presentaban. Las escenas y las acusaciones se repetían antes y después de cada concierto en Olavarría, en Villa María, en Racing o en Mar del Plata.

Rocambole de nuevo: “La idea era hacer recitales cuya logística no permitiera que hubiera demasiado desmán. El asunto es que no sólo había que cuidar a la gente, había que cuidarse también de aquellos que tenían que cuidar a la gente. Por ejemplo, si vos hacías un recital, tenías que arreglar con los bomberos, con la comisaría, con el jefe de cuadra. Y a todos ellos reunirlos, como hacía la Negra Poli, y hablar de que la cosa fuera lo más pacíficamente posible. Hubo épocas en recitales en Obras donde a mí me han llevado en cana por estar en la puerta vendiendo remeras. Y yo veía a la policía provocar muchas veces, estar con los palos y pegarles en los tobillos a los chicos que estaban entrando. A la policía en aquella época le encantaba reprimir a redonderos. Era una especie de hobbie. Entonces era toda una cuestión que había que tener en cuenta: estar bien con éste y con aquel, tratar de procurar que la cosa fluyera. En algunos estadios como el de Huracán me acuerdo que en uno de los recitales la barra brava tomó una de las puertas para ellos y cobraron entrada y dejaban entrar a los que querían y no podías sacarlos. Para sacarlos tenías que mandar un ejército”.

Para River la cosa no fue diferente. Los medios debatían y amplificaban la preocupación. Esto provocó que habitantes de Núñez intentaran lograr la suspensión de los conciertos. Consiguieron casi todo lo contrario: ese fin de semana el barrio entró en cuarentena. Los vecinos debieron solicitar autorizaciones en distintas comisarías para entrar o salir de la zona y se les recomendó no realizar reuniones familiares ni fiestas cerca de la cancha.

La Policía Federal distribuyó 2.400 agentes en un radio de 800 metros, unas cuarenta manzanas a la redonda. La organización sumó 600 personas para personal de seguridad. No se podía vender alcohol en 500 metros a la redonda del estadio cuatro horas antes del horario previsto para el comienzo de cada concierto y una hora después de finalizado. Los medios anticipaban que habría doble cacheo y que los recitales se iban a suspender “ante el primer incidente”. La policía hacía tareas de inteligencia sobre los fanáticos más revoltosos. Decía que los conocía, aseguraba que los tenía identificados y que no eran más de 200. También se organizaron operativos en las estaciones de trenes y de ómnibus.

Afuera de River la policía hizo lo que quiso. Provocó, les tiró los caballos encima a chicos que no realizaban ninguna práctica delincuencial. Reprimió con balas de gomas, camiones hidrantes y palos escudándose en el intento de ingreso ilegal de algunos cientos de buscas que no tenían entrada. Los controles cedieron y una gran cantidad de gente no fue palpada en los accesos.

Dentro del estadio todo era distinto. River estuvo lleno como pocas veces, quizás como nunca para el rock argentino. El escenario medía 120 metros, había diez cámaras repartidas por el lugar y seis pantallas dispuestas para que Rocambole y sus colaboradores de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Nacional de La Plata hicieran su aporte visual, que comenzaba con una gaviota volando idílicamente en la primera pantalla de la izquierda y moría estrellada en la última de la derecha. Era un laburo artesanal, como siempre había sido. Un minuto de animación podía durar tres meses. Afuera, el Bebe Contepomi transmitía en vivo para TN y Crónica ponía placas rojas para informar sobre el progreso del evento.

Los dos shows fueron el punto máximo de masividad de la banda. Con una convocatoria de 140 mil personas, aquellos conciertos pueden verse hoy como el momento más alto del rock noventoso de raíz popular. Hacía rato que los Redondos habían logrado su mejor momento en vivo pero aún eran capaces de entregar escenas épicas de intensidad inolvidable.

El primer concierto, el del sábado 15, comenzó con sonidos que se parecían a los pasos de un gigante que se acercaba de manera inminente. La gente estaba en un éxtasis creciente. Cantaba, pedía que saliera el Indio para que todo el año fuera carnaval. ¿Vamos adelante?,  preguntaba una chica. Dale, loco, decía otro. Algunos se asombraban por la buena escenografía que se había montado en el estadio. Los pasos seguían escuchándose. Entonces una guitarra empezaba a crepitar, iba y venía con el viento cercano al río, se mezclaba con las pisadas y fue tapada por la ovación que creció cuando la banda apareció en el escenario.

Recortes redondos

“Hola”, dijo el Indio y lanzó un “¡Bienvenidos al ghetto!” que provocó un estallido. Skay largó con el riff de “El pibe de los astilleros” antes que el resto del grupo. Cuando el Indio empezó a cantar la gente siguió de largo coreando la intro, pensando que faltaba una vuelta más de viola. Pero todos se acomodaron enseguida, tenían ensayados esos temas desde siempre, desde el primer minuto de conciencia de libertad rockera. Desde que aquella música los había emancipado. “El pibe de los astilleros” daba una sensación de batalla, de salir adelante. Si River hubiese tenido ruedas a esa altura ya estaría por Belgrano, por Palermo, por el Obelisco, marchando con el impulso de esa gente que estaba arriba y abajo empujando con instrumentos y entrega. Sólo iban tres minutos de concierto.

Siguió “Un ángel para tu soledad”, otro favorito de la platea. La banda no tenía ninguna intención de titubear. La fiesta era total en la audiencia, que cantaba erróneamente la letra cuando la música parecía coincidir con las estrofas. Pero no era una equivocación, era una deformación voluntaria, era cantar lo que pintaba porque sí, porque para eso estaban. Para el disfrute completo. El instante en que tu banda favorita hace la canción que más te gusta y todo lo demás queda detrás. Ahora disfrutemos. Bebamos de las copas lindas, diría el propio Indio ocho años después, cuando el sueño ya era un recuerdo y el revival crecía a la misma velocidad que el mito. En River, hace veinte años, no había preocupaciones. La cana seguía golpeando afuera. Adentro, la posibilidad de un bardo fogoneado por la tele no estaba presente. Sólo una banda animando la fiesta de miles. Por mis penas bailá y por tu soledad. El grito se escuchaba en toda la ciudad. Todavía se siente en este audio pirata de YouTube que se empezó a vender en CD pocos días después de esas noches.

“¿Vos lo viste con la sevillana, no?”, preguntaba un chico cercano al grabador que registró este testimonio. Lo más probable era que no (pero quizás sí) estuviera hablando de la persona que iba a protagonizar la noche, la que todavía no había llegado a su obra final. Todo recién empezaba y llegaba la tercera canción, “Buenas noticias”, con un ritmo infernal, una banda que había hecho los deberes y no decaía. El audio permite percibir cómo el Indio alejaba y acercaba el micrófono a su boca para arremeter versos con una garganta aún plena. La canción se iba de golpe, con Skay peleando para que durase un poco más. Enseguida “La hija del fletero” y, claro, la necesidad, otra vez, de volver a cantar todos y cada uno de los versos de esa canción magnífica, invencible, con una letra que nunca dejará de ser genuina y dolorosa. Todavía su amor me da descargas, podría decir hoy cualquier ricotero, incluido éste para nada imparcial cronista de YouTube que hoy escribe.

La oscuridad envolvía River con el arranque de un “Scaramanzia” más rockero que en el disco. La gente aplaudía, pero menos. Vale el recuerdo de aquella polémica de la época de Último bondi a Finisterre, el disco de 1998 en el que los Redondos hablaban de un futuro de un dios digital e incorporaban algunas (pocas) herramientas de la electrónica a lo Prodigy y algunas cositas en la onda Massive Attack, además de algunos guiños pop que cosecharon hasta los elogios de Gustavo Cerati, algo impensado para la época pero realmente muy obvio visto desde hoy. Así eran las cosas. La banda sonaba más fuerte que la gente en esos momentos en los que el dogma parecía dominar la capacidad de apertura de los ricoteros y ponía en duda si esos chicos eran verdaderamente libres por la música o si habían quedado atrapados dentro de una cárcel de ideas inamovibles que ellos mismos habían construido más allá del grupo.

El nuevo disco seguía su curso en River con “Las increíbles andanzas del Capitán Buscapina en Cybersiberia”. Walter invadía la fiesta. Walter era Bulacio, por supuesto, que llevaba casi nueve años muerto y marcaba presencia en cada concierto desde el cantito popular que invocaba un sacrificio policial para homenajearlo.

“Qué cariño, la puta madre”, decía el Indio en una mínima concesión emocional, antes de “Estás frito, angelito”, un “Kashmir” ensamblado entre Parque Leloir y Palermo. Solari todavía no era el jovato frágil de lágrima fácil, el que se da cuenta de que ya tiene todos los números para entregar el sachet. El Indio de River todavía era celoso de su intimidad, de su familia y sus sentimientos. Unos meses antes le había alcanzado con dar alguna pocas precisiones sobre su vida en un par de números de la revista La García para fascinar a toda la generación de adolescentes que lo seguía. Eran reportajes monumentales, larguísimos, que brindaban de todo para el fanático. Sin embargo, a pesar de lo que contaba, más allá de revelar que era de Boca y que le gustaba madrugar y tomar café, el Indio seguía sin confesar demasiado.

“Tarea fina” devolvió al concierto a su lugar celebratorio, al de la libertad de los sentidos y la camaradería del quilombo casi controlado. “La gente bailaba y hacía pogo porque disfrutaba de ciertas formas salvajes pero alegres. Todos conocían sus límites. Es conocida esa célebre frase ricotera que cuando te caés en el medio de un pogo la gente te levanta, te ayuda y no te pisotea”, dice Rocambole, que aquella noche estaba dirigiendo las diez cámaras que registraban todo ese reverdercer de la esencia rockera argentina, de Manal a Los Espíritus, de Vox Dei a Pappo, Luca, Pity y Pescado. Música de zapatillas de lona y jeans sin marca.

Jordan

“Durante una de esas noches, los pibes llegaron al extremo de afanarse un caballo de la Montada. Tiraban bolitas sobre el asfalto, el bicho patinó, bajaron al cana… ¡y se llevaron el potro al galope por la avenida Udaondo! El rock and roll no puede evitar un poco de eso, ¿no? Los que hacen rock de verdad no pueden permitirse ser livianos. No podés ser Richard Clayderman. ¿Te acordás de Clayderman?”, le dijo el Indio a Marcelo Figueras en Recuerdos que mienten un poco, su libro biblia, más grueso que el Nuevo Testamento, más leído que los booklets de los CD de los 90 que aquellos feligreses del ricoterismo contemporáneo estudiaban. Hoy, que el Indio revela casi todos sus secretos, ya nadie lee la letra chica de los álbumes. Al oyente de Spotify ya no le importa si las sesiones fueron en Del Cielito, Panda o Luzbola.

Pero el 15 de abril de 2000 a eso de las ocho y media de la noche todo esto de los soportes digitales online era ciencia ficción y sólo había lugar para “Queso ruso”, otra pieza musical capaz de motivar a las masas insurrectas. Este audio no deja ninguna duda: la banda sonora de la revolución final será Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.

Seguía “Mi perro dinamita”, clásico “quemado” del grupo. Hit que el Indio utilizó para cerrar su último show, el de Olavarría 2017. Una canción anti sistema que derivó en lo más convencional del rock para los no rockeros. En hit total, en musica de boliche de pueblo, en cortina de programa de AM. Pieza primitiva y poco atractiva desde su complejidad elemental que Solari resignificó al ponerla después de “Ji ji ji” en Olavarría. La volvió inesperada, rupturista, acorde al mandato de su letra, que dice no, no, no y desobedece. Al tocar “Mi perro dinamita” en el cierre de su concierto final estaba diciendo que no iba a suceder eso que todos estaban esperando. Aquella noche caótica y triste de marzo de 2017 el Indio hizo otro tema después de “Ji ji ji” y sorprendió. Hizo falta un estímulo para provocar una reacción. Se supone que algo de eso es lo que tiene que producir el rock.

En River siguió “Ñam fri fruli fali fru”, otro clásico rockero. Sólo faltaba Enrique Symns. Es probable que no haya sucedido pero qué lindo hubiera sido que la banda en ese momento se achicara, que hubiese tocado de manera reducida con todos los músicos juntos, aunque el escenario haya medido 120 metros. Que un codo de Skay chocara contra el bajo de Semilla. Que se rememoraran las noches ochentosas de conciertos under legendarios que no entiendo cómo puede ser que no estén editados de manera oficial.

El Indio jodía con la gente, se lo notaba de buen humor. Daba pie a “Alien duce”, la canción más aceptada de Último bondi porque era la que tenía el sonido más cercano a lo que la audiencia estaba acostumbrada a comulgar. Aplausos y una pausa, luego una intro que algunos ya descifraban en los primeros acordes y que estallaba en el riff oscuro y fugaz de “Preso en mi ciudad”, esa vez acompañado por un teclado que acentuaba el carácter melancólico de la canción. ¿Puede ser triste un tema coreado por setenta mil personas? ¿Puede funcionar como una puñalada que despierte las sensaciones más contradictorias de euforia y llanto? ¿Es contraria la euforia del llanto? Todo eso sucedía en esa pieza pop que otra vez nos mostraba que las bandas más grandes son las que pueden acariciarnos justo antes de empujarnos al vacío.

Tras semejante demostración la gente quedó manija, como quien dice. Babeando. Coreando el riff de “Preso en mi ciudad” y deseando que la cosa no terminara. Pero terminó y la banda volvió al presente. Al de entonces, al de 2000, en el que los Redondos todavía eran un grupo y su último disco era el anteúltimo. Insistían en machacar con las canciones más nuevas, algo que siempre hicieron. “La raya que separa vida y muerte es tan angosta como su dolor”, cantaba el Inidio. Guarden el dato. Empezaba a haber una serie de predicciones en las letras del último disco, como en Los Simpson, que serían comprobadas de inmediato.

“Drogocop” terminaba hecha un barullo que derivaba en otra ovación para la banda por parte de la gente, un cantito más entre tantos. Arrancaba  “El árbol del gran bonete”, el peor momento de la noche, el que partió la historia en dos. Mientras el Indio cantaba eso del cuchillo de herrero afilado por el Señor de los Cielos, en el campo de River Jorge “Pelé” Ríos empuñaba una trincheta afilada en la mugre de su pasado. Empujaba su brazo para lastimar a todos los que se ponían en su camino, que era incierto y apuntaba hacia cualquier lado.

La gente empezó a darse cuenta de que había alguien que no sintonizaba con la noche. Empezaron las corridas. La muchedumbre se abría, se esparcía hacia todos los costados como si en el campo cayeran bombas invisibles. La onda expansiva dejó expuesto a Pelé.

“La gente se le fue encima. Lo cagaron a patadas. Cuando la gente de seguridad llegó al lugar, ya estaba tirado en el piso, inconsciente. Murió una semana después”, spoileó el Indio desde su libro.

Pelé Ríos murió en el Hospital Pirovano nueve días después de aquella noche. Era de Las Catonas, un barrio áspero de Moreno. No llegaba a los treinta años. Había estado preso en el penal de Mercedes por robo a mano armada y había obtenido la libertad condicional a principios del 2000. Una vez en la calle Pelé faltó a todas las presentaciones previstas ante la Justicia y se volvió un prófugo con pedido de captura. Recién volvió a hacerse notar en River en su último acto suicida y temerario.

El incidente provocó la suspensión momentánea del concierto. Tras algunos minutos, el Indio, ya enterado de la situación, salió al escenario y trató de explicar lo que estaba sucediendo. Su discurso había perdido toda amabilidad, el cariño había sido tapado por la bronca de un tipo que a veces no podía sintonizar con su gente: “Bueno, pareciera ser que todo este esfuerzo…”, decía, y la gente no escuchaba.

“Escuchenmé un poquito, por favor. Han pasado cosas muy serias, acá, esta noche”. El público seguía en la suya, en un murmullo que no decaía.

“¡Escuchenmé, carajo! –el murmullo se volvió sorpresa– Han pasado cosas muy serias esta noche acá. Han entrado un par de hijos de puta, han lastimado gente –el Indio ya estaba embalado–. No sabemos si enviados por alguien, no sabemos por qué motivo. Se han cagado en el esfuerzo que ha hecho la banda, se han cagado en setenta, ochenta mil personas que hay esta noche acá”.

Después de un comienzo imparable el Indio por primera vez dudaba al hablar de lo que estaba pasando. Ya había dado a conocer los hechos y había mostrado su bronca, sólo le quedaba reflexionar en caliente: “Desgraciadamente, todo este esfuerzo, toda esta presión que han hecho durante días la prensa para meternos en este ghetto, haciéndonos creer que somos animales, han logrado probablemente que esta sea la última noche que toquemos”.

Jordan

El lamento generalizado de todo el estadio no alcanzó a tapar la voz del Indio: “Se hace muy difícil cantar ‘banderas de mi corazón’, se hace muy difícil hacer esto. Nosotros no tenemos ánimos en este momento. Hay chicos lastimados, varios chicos lastimados. Por respeto a ustedes, a toda esta gente que vino hoy de distintos lados, vamos a seguir con el show que teníamos para hoy, pero bueno, veámoslo como una de las últimas veces que tocamos”.

El concierto debió continuar con las luces del estadio encendidas por orden judicial. La banda tuvo que remar desde atrás. Sonaron ocho canciones más pero ya no había lugar para mayores esperanzas. Los rumores de Página/12 parecían empezar a confirmarse.

El domingo la banda salió a trabajar de oficio. Realizó otro concierto multitudinario del que sólo se recuerda el detalle del final, previo a “Ji ji ji”, cuando el Indio dijo “vamos a hacer lo que ha dado la prensa en llamar el pogo más grande del mundo”. Solari estableció así las bases para el marketing que lo acompañaría durante los 17 años siguientes, el que iban a usar canales de televisión, diarios, radios, webs, revistas, agencias de turismo e intendentes para colgarse de su descomunal éxito como solista.

Los diarios posteriores a los conciertos hablaban del fracaso del operativo y mostraban fotos de jóvenes lastimados y policías desbordados. Describían avenidas repletas de piedras, enumeraban las vidrieras y los parabrisas destrozados y mencionaban la cantidad de internados. Los jefes del operativo de la Federal aparecían conformes porque no se habían reportado robos o incidentes en las casas de la zona. Decían que todo lo que había ocurrido dentro del estadio no era de su competencia. En Diario Popular, un suboficial de la Federal publicaba una “Carta a un ricotero” en la que se asumía “rati a mucha honra” y preguntaba “¿Qué te hice para que nos odies tanto?”.

Durante las dos noches de los River de los Redondos hubo personas heridas y detenidas. El saldo oficial mostró que hubo más chicos lastimados por balas de goma que por facas clandestinas.

 

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