De todos los racismos el peor es el cotidiano, el chiquito que no culpabiliza. El que piensa, como le escuché decir una madrugada a un conductor de radio: “Yo no soy racista, sólo digo primero nosotros, después ellos”. Ellos no votan, no tiene voz ni ley que los ampare. Pobres primero, negros después. Ahí están como esclavos en fábricas de barrios y suburbios. Bolivianos, peruanos, cabecitas. La Asamblea del Año XIII ya pasó y ellos ni siquiera saben que alguna vez los esclavos fueron liberados también en Buenos Aires.
Afuera se dice cualquier cosa de los argentinos, menos que seamos cordiales o democráticos. Para no desentonar, a veces nos comportamos como fieras. Nada de trasladar al barrio gente que viene de las villas. Que se vuelvan al Norte. Que se jodan si son pobres. No tienen tarjeta de crédito. Y encima admiran a quienes los desprecian. Vienen a robarnos, a quitarnos el trabajo, a violar a nuestras mujeres. A inquietar nuestra conciencia de pequeños propietarios, taxistas, quiosqueros, honestos comerciantes. Alguien podría pensar que somos grandes cabrones que descargan su impotencia en el más infeliz. De ningún modo. Un general de Pinochet dijo una vez a la televisión francesa que no era cierto que la raza blanca se preservara en Chile y la Argentina. “Sólo en Chile”, adujo, porque los argentinos son “casi todos hijos de italianos”.
Frases al azar: “Contra los bolitas no tengo nada pero que se vuelvan a su casa”. “Yo tengo un amigo judío”. “Qué racista, si yo escucho a Guerrero Marhineitz”. “Los uruguayos son buena gente, lástima que nos manden sólo a los ladrones”. Naturalmente, los peruanos son estafadores, los chilenos punguistas, los bolivianos coqueros y analfabetos. Ah, ¡qué suerte ser argentino! ¡Qué bueno ser rubio y de ojos celestes! Igualitos a Menem. Igualitos a Dios.
Dios me perdone, cito a Sartre: “Hay una repugnancia hacia el judío como hay una repugnancia hacia el chino o el negro en ciertas colectividades. Y esa repulsión no nace del cuerpo, ya que muy bien puede uno amar a una judía si ignora su raza: se comunica al cuerpo por el espíritu. Es un compromiso del alma, pero tan profundo y total que se extiende a lo fisiológico, como en el caso de la histeria”.
¿Qué reclama un racista? Casi nada: que exista otro más débil que él. Le pueden quitar todo a un valiente argentino, menos la nacionalidad. Y si el único orgullo imperdible es ése, ¿por qué no esgrimirlo como un mérito, como una amenaza? Fatalidad o bendición, la condición nacional conoce una sola manera de alzarse por sobre su pequeñez: ser propietario. Y eso es lo que no pueden lograr los indocumentados, los colados que trabajan por cincuenta pesos y el plato de sopa. Esa gente, que no es gente para el que la explota, sirve de ejemplo: cuanto peor le va, más consuela a los desdichados que tienen derecho a votar.
Sobre la clase alta, y como reflejo sobre la clase media, opera el miedo al otro, el que es diferente a sus sueños. La ilusión de casi todo argentino de a pie, si es que todavía le quedan ilusiones, es salir en la tele y figurar en la revista Caras. No hay negros ahí, a no ser Pelé o Ricky Maravilla. Está Palito, claro, pero cuánto hace que Palito es un triunfador blanco como la leche. El ansia del pequeño propietario de llegar a las páginas de Caras es proporcional al miedo de terminar en una villa. Ese miedo, que resume tantos otros, enciende una súbita pasión por la ecología en los barrios que temen el arribo de los villeros expulsados por la modernidad menemista.
La histeria racista es más vieja que las naciones. Cuentos de gallegos y chistes de judíos son la medida expresable de nuestra xenofobia. A veces hay sorpresas: la moda de detestar a los peruanos parece irreconciliable con el espíritu chauvinista si tenemos en cuenta que Perú debe ser el único país del continente donde no se detesta a los argentinos. Más aún: les debemos misiles, pertrechos y una inquebrantable solidaridad durante la guerra. Pero, claro, unos tipos se roban unas líneas de teléfonos, alguna cartera, uno que otro televisor y nosotros, que nunca robamos nada, decidimos que todos los peruanos, menos Mario Vargas Llosa que se hizo español, son unos canallas.
Ahora son los bolivianos. En una de ésas ni hablan castellano. Trabajan de sol a sol y más. Llega la policía y ¿a quién se lleva? A ellos. Los que siempre violan la ley son los negros. De golpe, Germinal de Zola vuelve a adecuarse a una época que no es la de esa novela. En los alrededores de canchas, estaciones y colegios hay pintadas que injurian a uruguayos, coreanos, paraguayos, bolivianos y peruanos. Muchos boliches a los que van los chicos rechazan a los de piel oscura. Debe ser una emocionante manera de sentirse superior, argentino hasta la muerte.
Escrito en 1994 y republicado en Página/12.